Cuando William S. Burroughs engendra Queer en el año 1952, lo hace cobijado a la sombra del asesinato de su esposa durante un juego de Guillermo Tell. Este hecho, independientemente de cual de las múltiples versiones que escoja uno creer, va a marcar el ebrio lirismo del eslabón perdido de la generación beat hasta el fin de sus días. Sin embargo, es en este relato de obsesión, dependencia, adicción y deseo en el que se hará notar de forma más evidente y al mismo tiempo más sutil, casi imperceptible. Queer es una novela tan fascinante como esquiva, y tan clara y directa como obtusa. Burroughs te señala con el dedo allá donde quiere que mires, mientras tapa burdamente aquello que ni el propio autor se atreve a contemplar, convirtiendo esta novela bífida en un objeto particularmente interesante de diseccionar.
Todo esto lo comprende a la perfección un Luca Guadagnino en plena forma (Call me by your name o Challengers, entre otras), profundamente marcado por su lectura a los diecisiete años, y termina sublimado a cuatro manos con el prometedor Justin Kuritzkes (pareja al guión ya en Challengers). Esta bendita colaboración traslada a la pantalla la belleza del lenguaje de Burroughs a través de unos geniales sets que convierten la ilustre Cinecittà en el México de los años cincuenta del siglo pasado. Sucede, sin embargo, que la belleza de las imágenes que proponen (Burroughs, pero también Guadagnino y Kuritzkes) puede resultar ilusoria. Como si un inútil ambientador de rosas emponzoñara un callejón plagado de basura. Queer, en cualquiera de sus formas (para mérito de su adaptación), resulta en una obra que pica, que quema y se retuerce bajo la piel. El material es un milhojas narrativo e interpretativo realmente interminable, pero hay varios aspectos que resultan evidentes.
Burroughs nos proponía un juego incomodísimo de autobiografía y expiación, camuflado de relato erótico sobre la obsesión, en el que no sólo nos habla sobre sus propias experiencias y vaivenes sexuales, sino que en paralelo lo hila con sus problemas con sus otras obsesiones y las tensiones que le genera la abstinencia: el tabaco, la heroína y el alcohol. Es una obra firmemente arraigada en un momento vital para Burroughs: el duelo y la culpa tras asesinar a su mujer, sus primeros años en México, el fuerte síndrome de abstinencia al que se enfrentaba constantemente durante sus idas y venidas con la heroína… Y por ello no es de extrañar que el amasijo de capítulos manuscritos que conformaban esta novela estuviese treinta años apartada hasta su publicación en 1985. Es una obra extremadamente personal, por supuesto, pero también universal gracias a la “mística” febril que la envuelve durante todo el inconcluso desarrollo, que permite interpretaciones de todo tipo. Por estos motivos y muchos más, trasladar hoy día a la pantalla una pieza como esta supone un quebradero de cabeza importante que, en unas manos menos capaces habría, con toda probabilidad, fallado estrepitosamente en trasladar las desventuras de Bill Lee, alter ego del autor y mismo protagonista que en Yonqui (1953), de la que se puede considerar una suerte de “cara B”.
Hay múltiples maneras de abordar una adaptación, pero desde luego una de las más inteligentes es a la que recurren Guadagnino y Kuritzkes aquí. Su libreto no se limita a trasladar el texto de Burroughs a la pantalla y rezar para que de alguna manera sus alcoholizados pasajes resuenen en el público de la misma manera que lo hacen en la novela. Tampoco toma el camino arriesgado de cambiar por completo el material original en una suerte de iconoclastia suicida que habría resultado en catástrofe. Lo que deciden es mucho más inteligente: van a abrazar con reverencia el texto original, envolviéndolo con una manta cinematográfica que enriquece el texto, con la interpretación visual de un director con oficio y pulso como es el italiano; y con un ritmo firme, siempre controlado. En los diálogos, nos encontramos con pasajes calcados de manera literal a lo escrito por el bueno de Burroughs. Sin embargo, la gran debilidad de la novela, ese final para algunos acelerado y definitivamente inconcluso, le sirve a Guadagnino para plagar el tramo final de la cinta de algunas de las secuencias más poderosas que se han podido disfrutar este año en las salas. Siempre cargadas con su potente imaginario personal, y su honesta interpretación del lirismo sucio del autor.
Este cocktail no ha terminado de cuajar en algunos públicos, que consideran a la película como una obra menor del director italiano tras el casi unánime éxito de una película como Challengers, y creo que se debe a lo tremendamente personal y concreto que es este material. A lo largo de toda la narración, Guadagnino introduce pasajes que hacen referencia a la muerte de Joan Vollmer a manos de Burroughs, y lo convierte en una sombra que se agiganta con cada paso de Lee por el continente americano. Este excelente recurso enriquece la lectura de una manera que me ha parecido casi mágica. La forma que tiene de rodear al texto original con sus propios apuntes e ideas, sus propias inseguridades e interpretaciones, es realmente fascinante.
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